Palabras clave: bioethics, participative democracy, public health, thiomersal, National Commission for Bioethics
El Poder Legislativo chileno propone una ley que elimine el timerosal como preservante de las vacunas parenterales del Programa Nacional de Inmunizaciones, proyecto que el Poder Ejecutivo se ha propuesto vetar. El mundo científico informa mayoritariamente que la sospecha de neurotoxicidad atribuida al timerosal es infundada. Pese a ello, las autoridades médicas han oscilado entre sostener que la precaución sugiere apoyar la ley y en otros momentos han manifestando que es más precautorio mantener los programas de vacunación actualmente vigentes. Estas contradicciones y oposiciones ilustran que materias que conciernen a la ciudadanía, requieren una reflexión bioética acabada sobre las políticas públicas sanitarias. Han quedado claro las deficiencias de la deliberación política y la falta de participación social en decisiones que, dado el grado de incertidumbre involucrada en temas como inmunización, requieren no sólo la inclusión de la ciudadanía sino el respeto de la autonomía individual para aceptar o rechazar la inclusión en los programas de vacunación propuestos por las políticas sanitarias. La participación ciudadana en nuestro país se ve severamente limitada por la falta de instrumentos sociales como el plebiscito, el ombudsman y, especialmente, la desidia en crear la Comisión Nacional de Bioética exigida por la Ley 20.120 de 2006, una de cuyas funciones más importantes es mediar deliberativamente entre legos, expertos y políticos en la generación de políticas sanitarias legitimadas por la participación ciudadana.
El recientemente inflamado tema de la inclusión del preservante timerosal (etilmercurio) en vacunas de uso parenteral, abre una serie de interrogantes a nivel científico, político y de salud pública, que van más allá de la polémica sobre riesgos y complicaciones inducidos por la substancia. El presente comentario critica la simpleza conceptual con que es abordado y el crudo maniqueísmo desplegado, reducido a la categoría de toxicidad/no toxicidad. Esta polarización, inevitablemente endurece las posturas al punto de presentar a la ciudadanía desencuentros políticos severos, sustentados por un debate ruidoso y carente de espesor. Lejos de pretender llegar a una resolución, este texto sólo busca ilustrar que los problemas que enfrenta una sociedad compleja deben ser abordados desde diversas perspectivas, ampliando el abanico de conocimientos y de participación ciudadana.
El positivismo reinante va aceptando poco a poco que la exploración empírica es sólo una faceta del conocimiento en medicina, enfatizada por la tendencia a la biomedicina, a los estudios llevados por el “estándar de oro” de los Randomized Clinical Trials como protocolos con grupo control aleatoriamente configurado para fundamentar la medicina basada en evidencia; y más recientemente, los estudios empíricos estadísticamente avalados de la epidemiología basada en evidencia.
El empleo de protocolos Randomized Clinical Trials en epidemiología ha sido puesto en duda por la dificultad de su validación externa, Es decir, la extrapolación de los resultados obtenidos en un universo de estudio depuradamente seleccionado[1]. Desde hace escasos decenios, tanto en bioética como en Social Studies of Science and Technology, que en Latinoamérica aparecen como los Estudios Sociales de la Ciencia y Tecnología, se desarrolla crítica al positivismo científico y el reconocimiento de una doble brecha que desajusta el “progreso”. Se trata del desencuentro entre política y ciencia, y el desentendimiento entre expertos y una ciudadanía menos familiarizada con estos temas[2],[3].
Desde la bioética se reclama a la investigación realizada por la industria farmacéutica la presencia de deficiencias a tres niveles: epistémico, moral y socioeconómico[4]. El mundo científico es nutrido por información sesgada y errónea, lograda por estudios que son éticamente sospechosos (uso de placebos y sub-medicación como control de estudios clínicos aleatorios, validación interna que restringe la validación externa, selección inadecuada de probandos, reemplazo de la ética clínica por una ética de investigación); temas que han sido ampliamente discutidos y continúan alimentando ásperas polémicas.
Las impropiedades socioeconómicas también han sido extensamente discutidas, entre ellas enfermedades desatendidas, orfandad terapéutica, insistencia en investigaciones redundantes o me-too drugs. Menos interés suscitaron las faltas en la generación de información científica, que en su conjunto se han denominado “sesgos preferenciales”[4]. Dichos sesgos consisten en manipular los protocolos de estudio de modo que tiendan a dar los resultados deseados. En suma, los expertos son mal informados y el mundo lego sólo puede conocer aquello en que los expertos han concordado y que, según la teoría del conocimiento, son llamadas verdades provisoriamente coherentes pero sujetas a revisión y revocación. En medicina basta recordar medicamentos que han sido investigados, registrados y entregados al mercado, para luego retirarlos por toxicidades inaceptables.
En lo científico, como ocurre en toda materia, hay opiniones discrepantes, algunas alertando sobre complicaciones neurológicas, aunque la mayoría de las conclusiones depuran al timerosal de todo efecto negativo. Las estadísticas parecen avalar que el autismo infantil ha aumentado su incidencia también en países que no la emplean. Los expertos nacionales concuerdan en general, que las publicaciones acusatorias son las menos confiables. Así lo consigna la Declaración del Comité Asesor de Vacunas y Estrategias de Inmunización sobre timerosal en las vacunas. En consecuencia, el debate sobre las evidencias que exoneran o acusan de toxicidad al timerosal es de limitada relevancia. Todos los criterios de verdad coherentes, consensuales o pragmáticos, hablan a favor de escuchar a quienes saben, a pesar de las limitaciones inherentes al conocimiento científico. La exigencia judicial de evaluar el testimonio de expertos en términos de “relevancia” y “confiabilidad” es incompatible con la ciencia, que no ofrece certidumbre sino una razonable “ponderación de evidencia”. Es un lenguaje de probabilidades que los políticos no deben desestimar[5],[6]. En suma, reina la incertidumbre.
En situaciones de incertidumbre se recomienda aplicar el principio de precaución, que no es un principio sino una estrategia de decisión cuando faltan certezas. Por precaución se sugiere seguir el camino de menor riesgo. Sin embargo, ¿cómo mensurar las probabilidades y las magnitudes de riesgo en incertidumbre? ¿Es más riesgoso prohibir el timerosal y dejar de emplear la vacuna pentavalente?, o ¿es mayor la amenaza que se produzca algún caso de autismo infantil y se pueda imputar (¿con qué fundamentos?) a un efecto tóxico de la substancia?
La precaución se pretende aplicar cuando el estado de conocimiento es deficiente, pero su uso carece de toda brújula ética o técnicamente sustentable. Basta recordar la pandemia H1N1 decretada por la Organización Mundial de la Salud en 2009-2010. La recomendación de vacunación masiva basada en un consejo de expertos, tenía intereses cruzados con los fabricantes de la vacuna anti-gripal: los así llamados conflictos de intereses que no son tales, sino francas transgresiones éticas[7]. La “precaución” del organismo internacional llevó a la compra masiva e innecesaria de vacunas que terminaron de celebrar su fecha de vencimiento en las lóbregas bodegas fiscales.
No por precaución, sino por prudencia -inherente a la phronêsis o razón práctica de Aristóteles-, no debiera abandonarse el status quo de confiar en la vigencia de vacunas preservadas con timerosal, cuando falta la evidencia científica y antecedentes históricos que den cuenta de que las vacunas actualmente en uso sean potencialmente nocivas o, más específicamente, que tengan una relación beneficios/riesgos preocupante. La cautela recomienda modificar el programa de vacunaciones, rescindiendo toda obligatoriedad o rígida recomendación y dejar la decisión de vacunar en manos de las personas afectadas.
La ciudadanía no puede menos que sufrir una profunda desorientación cuando los políticos deciden sin más, terciar en un tema de salud pública adjudicándose competencia técnica, claridad de juicio y certitud de criterios que llevan a conclusiones diametralmente opuestas entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, así como a giros de opinión de voces autorizadas.
La democracia se muestra desde su peor lado cuando los poderes públicos, supuestamente preocupados del bien común y de representar los intereses de quienes los eligieron, desconocen que la política no participativa hace tiempo que se descalificó. La “calle”, los movimientos ciudadanos, las consultas plebiscitarias, la intercesión del ombudsman (defensor del pueblo), el apoyo de algunas ONG, son todos procedimientos cívicos que los poderes públicos elegidos deben legitimarse a través de la interlocución, la comunicación y la participación decisoria de la ciudadanía.
La sociología ha trabajado el tema en forma asidua proponiendo la formación de “foros híbridos” en que ciudadanos comunes y expertos interactúan, generando políticas públicas[3] e instalando un “parlamento de las cosas”[8]. La democratización es “el esfuerzo para incluir a las ‘gentes’ (people) en decisiones normalmente hechas por ‘expertos’ ”[9]. En Chile, los proyectos de ley para instaurar procedimientos participativos han sido sistemáticamente rechazados[10].
Entre otras materias, la Ley 20.120 requiere la creación de la Comisión Nacional de Bioética, que ya existe en más de 100 países, y cuya misión es actuar como órgano deliberativo entre la población y los poderes públicos. Desde hace años la UNESCO ofrece el programa Assisting Bioethics Commissions; Consciente de la importancia crucial de estas comisiones, brinda ayuda de expertos para implementar estos organismos.
Chile no ha podido hacer uso de este programa porque no ha manifestado la intención concreta de implementar la referida ley que fue promulgada en 2006. Han transcurrido 8 años en que el mandato legal de crear la comisión simplemente se ignora, restando a la ciudadanía un mecanismo deliberativo de primordial importancia para una democracia que se ha negado a instaurar otras vías de participación. Ello la obliga a navegar en temas de bioética en un oscurantismo que no enfrenta asuntos candentes y pendientes relacionados con los extremos de la vida, entre ellas un sistema de salud equitativo, la protección sanitaria que el Acceso Universal con Garantías Explícitas o Garantías Explícitas en Salud promete pero cumple de manera insuficiente, la regulación de prestaciones médicas que sean cubiertas por un sistema de seguros ecuánime, una política farmacéutica razonable, una política de contención de costos para poder solventar el gasto médico tanto público como privado y decisiones en salud pública adecuadamente fundadas.
En temas tan complejos y de consecuencias tanto locales como globales, es impensable que se delibere y decida a espaldas de la ciudadanía, en desconocimiento cabal de los asuntos que se pretende legislar. Aquí se olvida el pensamiento de J. Habermas, al plantear la necesidad que la legislación ha de ser precedida por una legitimación basada en la deliberación democrática participativa[11],[12].
Las políticas sanitarias del país están llamadas a crecer por encima del dogmatismo desinformado, la ingenuidad carente de substancia y los criterios personales injustificados. El ingente y multifacético tema de la prevención inmunológica de enfermedades infecciosas requiere un abordaje transdisciplinar. Las disciplinas involucradas como salud pública, biomedicina, sociología, antropología médica y bioética, se desvirtúan si se enclaustran en los confines de su perspectiva específica.
La transciplinariedad consiste en permeabilizar los límites de las disciplinas y permitirles ser nutridas por otros enfoques, con la intención de ganar vigencia más allá de sus propios confines. La estrategia transdisciplinar reemplaza con ventajas al habitual pensamiento de la interdisciplinariedad que requiere una comunión de estilos de pensamiento que es difícil, tal vez imposible, de alcanzar[13]. La interdisciplinariedad es la comunión de hecho inalcanzable y posiblemente indeseable de modos de pensar. La transdisciplinariedad es una polinización entre disciplinas sin llevarlas a perder su identidad.
Las ciencias sociales y la bioética son transdisciplinarias por vocación, una realidad que debe ser respetada por la política que se nutre de ellas. En esa porosidad aparece como reclamo insistente la participación ciudadana en los temas que afectan sus intereses sociales y personales. Esta participación es tanto más indispensable en naciones que, como la nuestra, no puede eximir al Estado de deberes de protección a una población que padece una de las peores inequidades socioeconómicas del mundo.
La salud pública oscila permanentemente entre cautelar el bien público y la autonomía individual que busca sustraerse a medidas disciplinarias cuya eficacia depende de la participación universal. Las políticas de inmunización han sido partícipes de esta tensión que se articula en dos ejes: la oscilación entre políticas de prevención de carácter paternalista, con programas y controles de vacunaciones obligatorias, frente a políticas sanitarias de orden liberal que entrega la gestión de su salud a los individuos.
Por otro lado, la vacunación obligatoria ha sido utilizada como un “esfuerzo político por someter a las poblaciones y sus minorías”[14], motivando movimientos de resistencia. Un ejemplo claro es la famosa “Revolución de la Vacuna” de Río de Janeiro (1830), vívidamente descrita por H. Cuckierman[15]. Los movimientos de rechazo a vacunación han sido numerosos, al punto que la historia de la vacunación “es un lugar privilegiado para apreciar las transformaciones y las rupturas reales o aparentes de una cultura”[14].
Los motivos de polémica han sido diversos: uso de material de origen animal, invasión del cuerpo por escarificación o inyección, el deber de proteger a la sociedad versus el derecho a decisión individual, las decisiones técnicas mal informadas, la desidia por investigar la inmunización de enfermedades como malaria y las parasitosis, la influencia de condicionantes socio-económicas en susceptibilidad y cobertura de protección vaccínica. La antropología médica, cuya voz en nuestro país es aún débil, detecta la actitud frente a programas inmunológicos impositivos, la disposición a aceptar la vacunación como signo de modernización y la reticencia de sociedades neoliberales marcadas por el individualismo a correr los riesgos de una vacunación en nombre del bien social.
Las vacunas han sido (¡qué duda cabe!) un éxito de la salud pública en la erradicación de viruela, la protección contra tuberculosis, difteria, tos convulsiva, poliomielitis y sarampión. No obstante, son precisamente estos éxitos los que deben modelar el futuro de los programas de inmunidad, estudiando y ponderando el riesgo de recrudecimiento si la protección disminuye en comparación a los riesgos inherentes a la intervención para enfermedades que, como la viruela, han sido erradicadas o eliminadas.
Este mero esbozo pretende señalar la complejidad de la historia de la vacunación, mostrando la discordia que se hace insostenible entre el deber irrecusable de colaborar, y el creciente llamado de la ciudadanía a ser partícipe y eventual contrapartida a políticas públicas que no se legitiman con la participación de los afectados. Quienes en el mundo científico y en el político estiman necesario tomar posiciones y decisiones, harán bien en conocer más a fondo esta compleja historia y los procesos sociales y antropológicos que la jalonan. La preeminencia que la investigación biomédica concede a la genética y la inmunología debe ser reflexionada y asimilada, tanto a nivel sociológico como antropológico y bioético.
La bioética ingresa en el mundo académico con la intención de contribuir a resolver problemas planteados por la ética médica –Hellegers-, y en una visión más holística por el impacto de la tecnociencia sobre la ecología –Potter-. Sólo en años recientes se plantea la necesidad de incorporar la perspectiva bioética al quehacer de la salud pública, con especial urgencia para regiones de grandes disparidades socioeconómicas e irrecusables deberes del Estado destinados a proteger a la ciudadanía[16].
Tanteando el camino en busca de una conceptualización que escape a las escuelas principialistas elaboradas en consideración de la relación interpersonal médico-paciente e investigador-probando, se requiere un enfoque para procesos sociales colectivos como son los de la salud pública y las políticas sanitarias. Desde Latinoamérica se ha impulsado la bioética de intervención (Brasil), la bioética fundamentada en los derechos humanos (Argentina), una bioética de corte biopolítico (Colombia) y una bioética de protección (Chile).
Cuando la salud pública se propone establecer programas y políticas cuya obligatoriedad requiere legitimación ética, la ética de protección propone un procedimiento basado en cuatro consideraciones o “condiciones de aplicación”[17] :
Cualquiera sea el destino final decretado por los poderes públicos para el timerosal y las vacunas que lo contienen, son de temer consecuencias negativas en las políticas públicas sanitarias que, cuando menos, reencarnan el cuento del Nuevo Traje del Rey. Esto quiere decir que los actores políticos, presuntamente informados, presentan con supuesta sagacidad conclusiones contradictorias que desorientan a la ciudadanía. Con ello despliegan una máscara tras la cual se transparenta una preocupante falta de lo que P. Bourdieu denomina “capital cultural”.
Ciertamente, no hay motivo para exigir a los actores políticos la posesión de un acervo de conocimientos en todas las materias que deben tratar. Sin embargo, tanto más importante es la apertura a la asesoría experta y el respeto por la participación ciudadana que legitime decisiones que deben ser adoptadas en medio de la incertidumbre.
Si se condena al timerosal habrá que lidiar con quienes culparán a los programas de vacunación que no les permitieron sustraerse a los posibles riesgos de someter a sus hijos a vacunas tal vez innecesarias, por decisión individual fundada o no. Por el contario, de concluirse la inocuidad del timerosal quedará rondando la desazón de decisiones impuestas y la sospecha de que los procesos normativos y legislativos carecen de la necesaria solidez.
La polémica del timerosal se suma a una serie de insuficiencias deliberativas y legislativas que afectan negativamente a la sociedad chilena. Entre ellas la esquemática, insuficiente e incumplida Ley 20.120; la criticable y criticada Ley 20.584; los vaivenes de la legislación sobre trasplantes de órganos y la negativa a siquiera entrar a debatir la retrógrada ley de aborto, último legado de un régimen dictatorial. Escasas son las herramientas de reflexión, pero es preciso denunciar cada vez que son desoídas. ¿Dónde está el pensamiento rector de las universidades? ¿Dónde está la bioética apasionada, racional sin ser dogmática, audaz sin ser principialista?
En otra época y en otro contexto, Emil Zola escribió en su famoso texto “J´accuse” (1898): “mon devoir est de parler, je ne veux pas être complice” (mi deber es hablar, no quiero ser cómplice)[18].
Declaración de conflicto de intereses
El autor ha completado el formulario de declaración de conflictos de intereses del ICMJE traducido al castellano por Medwave, y declara que ocasionalmente ha prestado asesorías al parlamento de Chile y a la Superintendencia de Salud de Chile, no relacionadas con el tema de este artículo.
Chilean legislators have voted to ban vaccines preserved with thiomersal, an initiative that the Executive has vetoed. Most scientific evidence has dismissed the alleged toxicity of this substance, in accordance with the formal and publicly expressed opinion of local experts, and yet, medical authorities have issued contradictory statements. Some have argued that the principle of precaution suggests eliminating thiomersal preserved vaccines; others have declared that current vaccines should be maintained to protect the population. From the perspective of bioethics, this polemic is another example of the shortcoming of the deliberation process leading to controversial laws in lieu of including citizens in the discussion of regulations that harbor uncertainties, and respect for individual autonomy to accept or reject public immunization programs. The Chilean legal system has been unwilling to implement participatory democratic procedures like plebiscites or institutions such as the ombudsman. In 2006 a law was enacted that creates a National Commission of Bioethics, but successive governments have failed to create such a commission, which is an efficient social instrument to conduct deliberation on bioethical issues that require a balanced participation of the public, experts, and politicians.
Citación: Kottow M. A bioethical j'accuse: analysis of the discussion around thiomersal in Chile. Medwave 2014;14(2):e5923 doi: 10.5867/medwave.2014.02.5923
Fecha de envío: 1/3/2014
Fecha de aceptación: 3/3/2014
Fecha de publicación: 26/3/2014
Origen: no solicitado
Tipo de revisión: con revisión por tres pares revisores externos, a doble ciego
Citaciones asociadas
1. Editores. Masthead Mar;14(2). Medwave 2014;14(2):5932 | Link |
Nos complace que usted tenga interés en comentar uno de nuestros artículos. Su comentario será publicado inmediatamente. No obstante, Medwave se reserva el derecho a eliminarlo posteriormente si la dirección editorial considera que su comentario es: ofensivo en algún sentido, irrelevante, trivial, contiene errores de lenguaje, contiene arengas políticas, obedece a fines comerciales, contiene datos de alguna persona en particular, o sugiere cambios en el manejo de pacientes que no hayan sido publicados previamente en alguna revista con revisión por pares.
Aún no hay comentarios en este artículo.
Para comentar debe iniciar sesión