Palabras clave: bioética, ciudadanía, deber moral, globalización, participación en investigación
El fenómeno complejo de la globalización, considerado por muchos como la principal característica de las sociedades contemporáneas, no está exento de contradicciones y cuestionamientos de tipo analítico-conceptual, así como éticas y políticas. En este sentido se pueden distinguir por lo menos tres clases de interpretaciones del fenómeno: como una continuidad, entendida como desarrollo y radicalización de los contenidos de la modernidad; como una ruptura con relación a ésta; o como una hibridación entre ruptura y continuidad. Es en este contexto dialéctico, en medio de un mundo globalizado, que debe inscribirse la cuestión de si existe o no el deber moral de cualquier ciudadano de participar en una investigación científica que involucre a seres humanos. Pero para poder responder de manera argumentativamente satisfactoria, se debe analizar el significado de estos posibles nuevos deberes del ciudadano, requeridos por el sistema-mundo en rápida transformación y complejización. Este sistema es al mismo tiempo más integrado y mas diferenciado -e indicado por los términos polisémicos globalización y ciudadanía-, considerando que este tipo de deberes implican, en principio, la mejoría del estado de salud y del bienestar de individuos y poblaciones humanas, pero que pueden implicar también efectos ética y políticamente cuestionables, debiendo considerarse tales deberes como siendo tan solo deberes prima facie.
Existe desde el final del siglo XX un intenso debate sobre la así llamada globalización de las sociedades contemporáneas, muchas veces indicada también por el término mundialización y entendida como el proceso de tendencia hacia una unificación planetaria, también denominada de “sistema mundo”, y que afectaría las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales1. Desde el punto de vista de la Ética Aplicada se destaca en este debate la discusión sobre las nuevas formas de ciudadanía, entendida como componente de un proyecto ético-político al mismo tiempo liberal y democrático, aunque resultante de la difícil ecuación entre “derechos individuales [y] deberes que los tornan iguales los unos para los otros”, esto es, que sea capaz de garantizar la igualdad entre ciudadanos sin desconocer sus particularidades y diferencias2.
A pesar de que los antecedentes de este debate puedan ser encontrados en pensadores como C.H. Saint-Simon, A. Smith y GWF Hegel, para los cuales la modernización llevaría inevitablemente a una progresiva integración planetaria, o en Marx que en el Manifiesto del partido comunista (publicado por primera vez en 1848), destacaba la tendencia de la modernidad capitalista de extenderse hacia el mundo entero, es con la caída del muro de Berlín en 1989 que el término globalización entra en el léxico común de las ciencias sociales indicando, por una parte, la posibilidad de superar la conflictividad social gracias al establecimiento de una red mundial de relaciones de varios tipos. Otro aspecto a considerar en la globalización es la descentralización y desterritorialización, que implican efectos cuestionables a consecuencia de la desreglamentación económica, de la crisis de las políticas del bienestar social y de la consecuente transformación del Estado Social en Estado Penal, entendido como “instrumento de control de la desviación producida por la desreglamentación económica y el agotamiento de las políticas de welfare”3.
Es en este contexto denso y conflictivo que podemos situar la discusión sobre los posibles nuevos deberes del ciudadano, los que estarían siendo requeridos por el sistema-mundo en rápida transformación y complejización, al mismo tiempo más integrado y más diferenciado como parece indicar el término polisémico globalización, y en particular, la pregunta por si habría un deber del ciudadano de participar en investigaciones que involucren a seres humanos.
La conflictividad inscrita en esta pregunta resulta del hecho de que tal deber tendría como consecuencia un mejor estado de salud y de bienestar de los individuos y poblaciones humanas. Sin embargo, también podría tener efectos adversos sobre la salud de los sujetos de la investigación, como muestran las crecientes denuncias contra la industria farmacéutica y su retórica que la habría “[alejado] enormemente de su noble propósito original de descubrir y producir nuevos medicamentos útiles” y que la habría de hecho transformado “esencialmente [en una] máquina de marketing para vender medicamentos de beneficio dudoso”, usando “su fortuna y su poder para cooptar cada institución que pueda interponerse en su camino”, y con el objetivo principal de “influenciar médicos, ya que son ellos los responsables por prescribir medicamentos”4.
El término globalización es polisémico, abstracto y concreto, puesto que su concepto puede significar tanto
a) la potencialidad de la “interconectividad compleja” entre las partes del sistema-mundo, bien como
b) su “interconexión” de hecho, la cual no sería garantizada por la primera ni seria necesariamente constatable empíricamente5.
Se trata también de un término aparentemente denso debido a su connotación resultante de una asociación conceptual con los términos interconectividad/interconexión, la cual puede ser vista como referida a:
1) una continuidad entre fenómenos y procesos pasados y presentes;
2) una ruptura entre pasado y presente;
3) una hibridación entre ruptura y continuidad6.
1. Globalización como continuidad
La tesis de la continuidad es defendida por Ulrich Beck, que la renombra a través de los términos globalismo y segunda modernidad, pero que considera que no debería ser confundida con una melancólica pos-modernidad, pues haría referencia a una intensificación y radicalización de características ya existentes en la Modernidad7; pudiendo ser concebida también como modernidad a escala global8.
Desde el punto de vista analítico, esta tesis de una modernidad extensa y de una radicalización de sus efectos permite entender tanto el aspecto propiamente integrador de la globalización, así como la actual mundialización multipolar y las emergentes crisis planetarias globalizadas (como el calentamiento global, la inseguridad alimentaria, el crecimiento poblacional o las crisis energéticas). Sin embargo, no permite explicar la sutil dialéctica entre los valores universales de las Luces como la igualdad y la imparcialidad, heredadas por el Estado de Bienestar Social en su intento de crear un capitalismo efectivamente integrador y civilizado, y los varios tipos de particularismos que pueden ser vistos como centrífugos e implicar la instrumentalización de los Derechos Humanos universales para fines políticos particulares (como fue la retórica de la justificación de las invasiones de Irak, Afganistán y Libia en su nombre). De esta manera, esta tesis debe ser vista como, por lo menos, incompleta pues no explica las rupturas implicadas en la actual crisis mundial y sus consecuencias sociales de precarización de una creciente población.
2. Globalización como ruptura
La tesis de la ruptura es defendida por quien considera la globalización, no tanto como una continuación y complejización del proceso moderno sino al contrario, como una hipersimplificación, situada más allá de la necesaria reducción de la complejidad para la gestión de los sistemas sociales complejos9, como puede serlo la aparente subsunción de todas las dimensiones de la vida social y personal a la mera dimensión económica y financiera. Esta tesis es defendida por Pierre Bourdieu, quien consideraba la globalización como “la forma más completa del imperialismo”; la “tentativa de una determinada sociedad de universalizar su particularidad instituyéndola tácitamente como modelo universal”, debiéndose, por tanto, considerarla como un pseudoconcepto por referirse simultáneamente a un aspecto descriptivo –el fenómeno de la globalización– y a otro performativo, representado por los dispositivos jurídicos y políticos que pretenden instituirla10.
Esta utilización, a la vez descriptiva y performativa, del término globalización puede ser vista como una naturalización de hecho de procesos históricos o como una ideologización que “pretende hacer creer que la globalización sea un efecto necesario de las leyes de la técnica o de la economía y no el éxito de las elecciones políticas de las grandes potencias industriales”; es decir, “un dispositivo retórico que pretende legitimar el proyecto neoliberal global” y teniendo como objetivo “la demolición del modelo social demócrata europeo”8.
3. Globalización como glocalización
Las dos tesis anteriores tienen sus límites, destacadas por Zigmunt Bauman, quien concibe la globalización como un proceso que “tanto divide como une” o que “divide en cuanto une”, pues “lo que para algunos parece globalización, para otros significa localización; lo que para algunos es señalización de libertad, para muchos otros es un destino indeseado y cruel”11.
Así pues, en la globalización habría una tensión constante entre integración y fragmentación, dado que se trataría de un proceso en que estructuras y prácticas “que existían en formas separadas se combinan para generar nuevas estructuras, objetos y prácticas”12. Este fenómeno puede ser indicado también por el término híbrido “glocalización” resultante de la combinación entre los conceptos de homogéneo y heterogéneo13. Además, con respecto a la cuestión de la gobernabilidad, la globalización puede ser vista también como una respuesta a la necesidad de actuar en pro de la sustitución de la fuerza por la ley y la implementación de una república mundial federal en principio capaz de favorecer la emergencia de una “sociedad civil global”, o sea a las Naciones Unidas Reformadas14.
El debate sobre las tensiones, tanto conceptuales como factuales, de la globalización puede ser visto como el contexto problemático en el cual inscribir el controvertido tema de la existencia de un deber del ciudadano de participar en investigaciones biomédicas.
En el plano normativo podemos destacar dos posiciones antagónicas de la controversia: una que considera que participar en la investigación biomédica sea una obligación moral del ciudadano que vive en un mundo globalizado en que todo estaría interconectado; la otra que cuestiona la primera posición destacando los elementos centrífugos y paradójicamente autoritarios de la globalización.
El argumento a favor de esta obligación es que la investigación produciría conocimientos que en principio pueden beneficiar a todos; por ende, todos tendrían por lo menos el deber prima facie de contribuir en la generación de tal conocimiento, inclusive aceptando participar de una investigación en calidad de objetos de investigación de la misma. Las razones de esto serian que tal práctica constituiría un “perfeccionamiento o incremento moral” [moral enhancement] de las personas15 y que habría una “obligación casi contractual de reciprocidad con relación a los beneficios que se tornaron posibles gracias a la participación de generaciones pasadas en la investigación biomédica”16. Esto sería aplicable, por lo menos en sociedades democráticas que disponen de un sistema de salud pública efectivo que garantice que tales beneficios estén siempre disponibles para todos y en las cuales la investigación constituiría también un bien público, por el que todos los ciudadanos razonables tendrían el deber de apoyar concretamente17.
Si aceptamos este tipo de argumento, la pregunta sobre si existe un deber del ciudadano de participar de una investigación biomédica, solo parece tener, lógicamente, una respuesta correcta: si, pues cada ciudadano tiene este deber prima facie de participar en la investigación. La razón moral de esta respuesta afirmativa seria que la investigación científica que involucra a sujetos humanos (como objetos de la misma), puede ser considerada como necesaria para concebir y producir medios adecuados para luchar contra enfermedades y susceptibilidades a enfermar que afectan (o pueden afectar) a cualquier ciudadano y población, y que pueden, por ende, afectar sensiblemente el bienestar o la calidad de vida de cualquier ciudadano. Por eso, todos tendrían la obligación moral de participar en alguna investigación en salud, colocándose en la situación existencial de tornarse objetos de investigación. Esto, porque los posibles resultados positivos (o beneficios potenciales) de la misma podrán en principio favorecerlo también en el futuro. O porque otros resultados, obtenidos con otros participantes en el pasado, ya lo favorecieron directa o indirectamente cuando necesitó también la asistencia en salud, debido a alguna enfermedad que solo fue posible combatir gracias a los resultados de la investigación biomédica que se sirvió de otros seres humanos. En resumen, de acuerdo con este argumento parece que cualquier ciudadano tenga este tipo de obligación por el simple hecho de ser ciudadano.
La respuesta afirmativa es intuitivamente comprensible y aceptable, pero existen también objeciones posibles y que se refieren al hecho de que “no es verdadero que los beneficios de la pesquisa médica estén siempre disponibles para todos”16, razón por la cual no existiría este deber de reciprocidad del ciudadano en el mundo actual y desigual.
Otra objeción, más radical, es que este mundo de desiguales sería de hecho caracterizado por la imposibilidad de compartir una moral común de la cual poder inferir un deber universal, compartido por todos los ciudadanos18, pudiéndose en rigor caracterizar tales actos como supererogatorios, los cuales por situarse “más allá de lo obligatorio” pueden ser eventualmente vistos como virtuosos, mas no como moralmente o contractualmente obligatorios19. Sin olvidar las posibles implicaciones autoritarias y biopolíticas de este posible deber universalizado, que puede entrar en conflicto con la libertad de cada ciudadano de disponer de si como mejor le parezca, responsabilizándose por sus actos, en suma, debido a sus implicaciones que pueden ser consideradas como siendo liberticidas20.
El primer tipo de objeción se basa en hechos constatables en cualquier sistema sanitario del mundo, inclusive en aquellos que consideran la salud un derecho de todos, como en el caso de Brasil, que inscribió tal derecho en su Constitución en 1988, pues la asistencia de facto no se refiere a todos, aunque pueda serlo de jure.
De acuerdo con el segundo tipo de objeción, el mundo actual podría ser visto como un mundo en que, contrariamente al pasado, “los humanos no tienen [mas] una moral substancial común” en el plano público, pues esta habría sido substituida por un pluralismo moral donde los extraños morales –que no comparten mas presupuestos éticos comunes- solo pueden tener una oportunidad de convivir pacíficamente si comparten una moral procesal mínima, que respete las libertades individuales y las varias opciones morales existentes. En suma, gracias a “un consenso capaz de encuadrar la colaboración entre extraños morales, de la misma forma que ocurre en los contratos, en el estado mínimo y en el mercado”21.
En este sentido, en un mundo de extraños morales no existiría ni el derecho a la salud ni el deber de participar en investigaciones biomédicas, puesto que no habría algo más como un deber universalizable. Tampoco existiría una moral común, como habría sido aquella presupuesta en la Era de los Derechos desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)22, pudiéndose eventualmente substituirla por un posible acuerdo procesal, que nunca sería válido a priori sino apenas a posteriori y de acuerdo con las circunstancias.
De acuerdo con el tercer tipo de objeción, aun cuando se admita que existiese este deber universalizable, faltaría todavía ver cuáles serían las implicaciones políticas indeseables de su existencia para la vida social real, donde los deberes se inscriben de hecho siempre en una conflictividad intrínseca y constitutiva del propio ethos, la cual debería ser reconocida también en el plano simbólico como uno de los límites de la razón para poder, eventualmente, encontrar maneras de “resolver o, al menos regular, los conflictos”23. En otras palabras, “un mundo sin conflictos de valores incompatibles [sería] un mundo completamente más allá de nuestro conocimiento”, además de ser, desde el punto de vista político, una ilusión peligrosa, pues implicaría para su realización que “ciertamente ningún costo será demasiado elevado”24.
Siendo así, pueden existir consecuencias moralmente cuestionables, debido al propio aspecto integrador de la globalización, inclusive en lo que se refiere a las políticas sanitarias. Por ejemplo, se puede partir de una autocrítica de la salud pública y desconstruir lo no dicho de la cultura sanitaria, mostrando que en la tendencia actual de crisis del Estado de Bienestar Social y de medicalización del cuerpo social, existe una “transición paradigmática de la concepción de la salud como un derecho del ciudadano y un deber del Estado para aquella de la salud como un deber del ciudadano y un derecho del Estado”, la cual implicaría el derecho de éste de “incentivar, controlar y, eventualmente, sancionar el comportamiento del ciudadano [que] tenga prácticas denominadas ‘no saludables’ ”20. De hecho, esta tendencia actual de extender la responsabilización individual en el campo de la salud pública acabaría por revelar una tensión entre los dos principios morales de la justicia sanitaria y de la autonomía personal por detrás del argumento de los recursos finitos y escasos, pues este argumento es muchas veces utilizado por la bioética sanitaria para justificar una topología administrativa fundamentada en “un paradigma económico que controle el comportamiento de los humanos y tenga en vista la difícil conjugación entre competición y cooperación”25.
En particular, la investigación que involucra a seres humanos puede implicar un conflicto entre el propio dispositivo de la investigación biomédica y la salud pública, debido, entre otras cosas, a una progresiva proletarización del trabajo científico, lo que implicaría tener que considerar que “los centros de poder decisorio sobre el qué investigar, cómo investigar, para qué y para quien investigar están cada vez más distantes y, paradójicamente, próximos de los investigadores”26. Están más distantes porque las decisiones sobre “el rumbo, los productos y las finalidades de la investigación son tomadas no tanto por los investigadores, sino por otros actores”, y más próximas porque tales decisiones “interfieren cada vez más en los detalles del trabajo del investigador, obligado a respetar las reglas ‘sin mucha discusión’ sobre eventuales aspectos polémicos involucrados y referentes al tipo de información que puede volverse pública, a los métodos utilizados y a la exposición/protección de los sujetos de la investigación”26 Es por eso que las figuras, tanto del investigador como del mero ejecutor de proyectos, pueden ser vistas como epifenómenos de un dispositivo donde actúan las leyes pragmáticas de la performatividad, las cuales podrán tener una primacía sobre la evaluación de la legitimidad moral, política y social de la investigación involucrando seres humanos y de las políticas sanitarias correspondientes26.
De este modo, se puede decir que la investigación científica envolviendo seres humanos representa un campo “globalizado” de transformaciones que afectan la propia salud pública, la cual a su vez puede ser vista tanto como conjunto de medidas, consideradas legítimas, para proteger la salud de la población, pero también como un dispositivo de “medios de la biopolítica que tienen (o pueden tener) efectos negativos (daños) irreversibles sobre las libertades individuales”, que son aparentemente legitimados por el interés colectivo, pero que pueden, también ser “apropiados por intereses corporativos, disimulados por la ideología del bien común”26.
Si consideramos que el saber-hacer producido por la investigación científica hecha sobre los seres humanos puede ser considerado como parte del patrimonio de la humanidad, y a pesar de las objeciones recurrentes contra la obligatoriedad de participar de este tipo de investigación, se puede volver a la pregunta inicial y responder que este deber prima facie existe, pues este se inscribe en la cultura de los derechos humanos, que son inseparables de los correspondientes deberes.
Sin embargo, esto implica considerar con la debida atención las implicaciones involucradas, comenzando por el hecho de que la cultura de los derechos y de los deberes humanos incluye la preocupación con la efectividad de tales derechos y deberes, inclusive preocupándose con las condiciones consideradas necesarias para que todos puedan vivir una vida por lo menos decente. Esto, de acuerdo con sus capacidades y sus valores morales que le permitan una vida ciudadana, la cual puede fundamentarse en valores compartidos por una especie de “lengua franca o de esperanto que permitiría a los extraños morales hablaren entre sí”27. O, entonces, ser construida a partir de acuerdos procesales capaces de resolver, por lo menos provisionalmente, los conflictos, gracias a una moral mínima y “libertaria”, referente a un mundo de “extraños morales” que deben “tolerarse”, pero no necesariamente “aceptarse”18, lo que parece insuficiente en muchos casos, como el aquí examinado, y que se relaciona a una conflictividad entre los mejores intereses de la salud pública (el bienestar de todos) y alguna forma de empowerment de cada ciudadano frente a eventuales deslices autoritarios (como podría ser la transición del derecho a ser saludable a un deber de serlo).
Sin entrar en el mérito de las difíciles cuestiones levantadas por el término empowerment, se puede decir entretanto que éste tiene ciertamente que ver no solamente con el deber prima facie de participar de una investigación que sirve en principio a todos, sino también con sus derechos correspondientes –como puede ser el derecho a la asistencia sanitaria (garantizado constitucionalmente como en el caso brasileño)– y que se refieren también a los ciudadanos considerados en sus singularidades y que deben ser respetados por eso.
En otros términos, los sujetos de una investigación (tanto biomédica como epidemiológica), entendidos como objetos de la misma (aunque no necesariamente como sus beneficiarios), deben por lo menos tener acceso a los conocimientos desarrollados gracias a su participación, pudiendo de esta manera, “empoderarse” gracias al conocimiento obtenido, inclusive en el sentido de resistir a eventuales deslices biopolíticos de tipo autoritario y que pueden ser considerados moralmente cuestionables por afectar, sin real necesidad, su salud y bienestar.
De hecho, la producción de conocimiento y su aplicación en políticas sanitarias busca en principio mejorar, o por lo menos no dejar empeorar, las condiciones para obtener una calidad de vida considerada al menos satisfactoria y ciudadana. Esta parece ser una buena razón para participar en una investigación científica, pero tal participación debe ser preferencialmente voluntaria y esto para evitar las implicaciones supuestamente necesarias de las situaciones de “indeterminación entre democracia y absolutismo”, representadas por el “estado de excepción”28, que de hecho pueden ser meras invenciones ideológicas para “vigilar y castigar”, esto muchas veces sin necesidad real.
Una de las maneras para evitar tales consecuencias indeseables y moralmente cuestionables es el trabajo analítico y crítico sobre los dispositivos, tanto biomédicos como sanitarios, pues sin esta distancia crítica no parece posible convencer a los ciudadanos a participar de una investigación, sobre todo si fuera desinteresada. Esto parece necesario, sobre todo teniendo en cuenta las tentativas racionales (no necesariamente disyuntas de los “buenos sentimientos”) de construir convergencias éticamente legítimas y pragmáticamente efectivas.
No obstante, esto implica también crear las condiciones para una sinergia, aun cuando siempre precaria, entre los dos tipos de conocimientos producidos por la investigación que involucra a seres humanos y la salud pública, los cuales deben ser vistos como entrelazados con los tipos de dispositivos, llamados biopolíticos, y sabiendo que “solamente porque en nuestro tiempo la política se tornó integralmente biopolítica, ella puede constituirse en una proporción antes desconocida como política totalitaria”29. Sin embargo, esto deberá ser objeto de la bioética, que puede ser entendida en este caso como una forma de resistencia a la biopolítica en la era de la globalización, además de ser la herramienta para evaluar la moralidad de la investigación que involucra a seres humanos. Ésta podrá proporcionar los argumentos necesarios para participar de ella como ciudadano responsable y sobre todo justificar porque existe tal deber moral, o no, pudiendo, por ende rechazarlo también.
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The complex phenomenon of globalization, considered by many as the main feature of contemporary societies, is not without contradictions and questions of type analítico-conceptual, as well as ethics and policies. At least three kinds of interpretations of the phenomenon can be distinguished in this sense: as a continuity, understood as development and radicalization of the contents of modernity; as a break in relation to it; or as a hybridization between rupture and continuity. It is in this dialectical context in a globalized world, which must become the question of whether or not there is the moral duty of every citizen to participate in a research involving human beings. But to answer argumentativamente satisfactorily, the meaning of these possible new duties of the citizen, required by the world system in rapidly changing and ever should be discussed. This system is at the same time more integrated and more differentiated - and indicated by the polysemic words globalization and citizenship-, considering that this type of duties involve, in principle, the improvement of the State of health and well-being of individuals and populations, but that they can also involve ethically and politically questionable effects, these duties shall be considered as being only duties prima facie.
Citación: Schramm FR. Is it the duty of every citizen to participate in clinical research?. Medwave 2012 Jun;12(5):e5415 doi: 10.5867/medwave.2012.05.5415
Fecha de envío: 2/4/2012
Fecha de aceptación: 27/5/2012
Fecha de publicación: 1/6/2012
Origen: solicitado
Tipo de revisión: con revisión externa por 2 revisores
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